El dedo acusador apunta a Washington. En realidad, no parece que valga la pena el dióxido de carbono que se lanzará a la atmósfera para que vuelen a Dinamarca un sinfín de autoridades, expertos en medio ambiente y científicos.
Pero situémonos en el contexto. Cuando los negociadores de
Se requieren tres elementos fundamentales: un recorte importante de las emisiones de CO2 en los países industrializados y las economías emergentes, un acuerdo financiero para mitigar el costo de las medidas en los países más pobres y un compromiso de incorporación de objetivos nacionales a un tratado vinculante a nivel internacional.
Con estos requerimientos, el fracaso en Copenhague está garantizado. También es fácil adivinar por qué EE.UU. será el centro de las críticas. A pesar del compromiso retórico del presidente de EE.UU. de combatir el calentamiento global, la administración de Barack Obama no está preparada para cumplir con ninguno de estos tres elementos fundamentales.
El mundo necesita establecer cuanto antes un precio a las emisiones de dióxido de carbono para que gobiernos y empresas tomen las medidas necesarias para reducir la propagación de gas de efecto invernadero. Los incentivos políticos y económicos para recortar la contaminación dependen de la creación de un marco global. Cuanto más se aplacen las negociaciones, mayor será el riesgo de que las infracciones acaben perpetuándose. El destino de las negociaciones de Doha sobre comercio puede servirnos como advertencia.
La estrategia del “todo o nada” de Copenhague entraña ciertos riesgos. Los dos grandes enemigos de la acción contra el cambio climático han sido la negación y la desesperanza. Los que niegan la evidencia siempre estarán ahí, por muy convincentes que resulten las pruebas científicas. La otra amenaza deriva de una actitud que fomenta la desesperanza. Cuando se inculca miedo entre la gente, se termina por convencerla de que no hay nada que se pueda hacer.
La amenaza real es que, si Copenhague no mejora las condiciones de Bali, poco a poco los líderes políticos mundiales acabarán retrocediendo, incluso si se establecen medidas menos rigurosas para detener el calentamiento global del planeta. Dado el estado de sus economías, muchos de ellos utilizan la excusa más insignificante para evitar poner en contra a sus electorados imponiendo una subida de los precios energéticos. No obstante, después de haber oído a las autoridades que preparan la cumbre del próximo mes, me da la impresión de que no todo es tan negativo como pueda parecer.
Los líderes europeos, que muestran su indignación por la estrategia de EE.UU., creen que la reunión es más una cuestión de plazos que de contenidos. Para suscribir un acuerdo a nivel internacional, Obama tendrá primero que afianzar un régimen de fijación de límites máximos e intercambio de los derechos de emisión en su país. Hasta ahora, el presidente ha invertido todo su capital político en la reforma de la salud, por lo que el anterior objetivo tendrá que esperar hasta principios de 2010. Incluso entonces, resultará sumamente difícil conseguir sacar adelante la legislación.
En las economías emergentes hay ciertos indicios alentadores. No obstante, estos países siguen insistiendo, y con razón, en que no tienen por qué pagar la factura del dióxido de carbono que Occidente ha lanzado a la atmósfera durante los últimos doscientos años. Aún así, China y Brasil se han mostrado dispuestos a plantearse reducciones significativas de sus emisiones en el futuro.
Aparte de la voluntad política, el aspecto tecnológico también despierta muchas dudas. Todo el mundo parece apostar a ciegas por una tecnología rentable que limpie la atmósfera. Pero ¿qué pasaría si la captura y almacenamiento de carbono no resulta ser la solución que ahora imaginamos? Para conseguir un acuerdo con el que se reparta el costo que conlleva combatir el cambio climático es necesaria una reconciliación de los intereses mutuos y nacionales mucho mayor de la que hemos visto hasta ahora.
Razón de más para que los delegados enviados a Copenhague intenten alcanzar un acuerdo cuanto antes. El objetivo debería ser un acuerdo político entre las naciones industrializadas y los países emergentes, sobre todo entre EE.UU. y China, lo suficientemente resistente para conseguir un acuerdo vinculante durante 2010. Llamémosle un fracaso exitoso.
Fuente: Diario Financiero