25.11.14Deje los mojitos en la piscina y aventúrese a Pinar del Río, donde se encuentran las mejores plantaciones de tabaco
La mayoría de la gente visita Cuba por sus playas de arena blanca y hoteles con todo incluido, pero el pensamiento de permanecer viendo a turistas acostados todo el día no me pareció inspirador a la hora de planear mi segunda visita a la isla caribeña. Por eso decidí dejar de lado los típicos mojitos en la piscina y pasar mi tiempo explorando un lado incluso más remoto de Cuba: sus plantaciones de tabaco.
Aunque no fumo, es difícil resistir el anhelo de conocer más sobre los que son ampliamente considerados los mejores cigarros del mundo, y dar una o dos caladas. Con esto en mente, me tomo un autobús hacia Pinar del Río, en el extremo occidental de la isla. Rodeada por montañas y caracterizada por los densos bosques del Parque Nacional Viñales, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, esta zona es uno de los principales destinos de ecoturismo del país. También es el hogar de muchas de las principales plantaciones del país.
Llegando a Viñales después de un largo recorrido en autobús desde La Habana, mi entonces novia y ahora esposa, Mairéad, y yo nos reunimos con nuestro guía, Jessy Gómez, y nos dirigimos a una hacienda local para aprender cómo se hacen los mejores cigarros, directamente de los que más saben. El sol nos quema mientras caminamos por los campos, y aunque es un contraste agradable con el gélido y gris Londres que dejé atrás, me alegro cuando avanzamos hacia una choza cercana.
“Es aquí donde las hojas se atan y se cuelgan para secarlas durante cuatro semanas”, explica Jessy. “Primero, por supuesto, los agricultores cosechan las hojas. Antes de que el tabaco se envía a la fábrica, los trabajadores de la hacienda, que son en su mayoría mujeres, clasifican las hojas según su tamaño y estado físico”. En la choza, hay un olor a siesta en el aire y todo está quieto: no se mueve ni una sola de los cientos de hojas secas que cuelgan de las vigas.
Afuera, mientras seguimos nuestro recorrido, vemos a un agricultor arando los campos empleando sólo un buey, “como los agricultores en Inglaterra hace 100 años”, dice nuestro guía. Pero antes de acercarnos demasiado, nos salimos del sendero principal para dirigirnos hacia una de las múltiples cuevas que rodean los campos. En la entrada a la Cueva del Silencio, que tiene una longitud de 14 kilómetros, conocemos a José Luis. Su padre comenzó a traer a visitantes a este lugar hace unos ocho años, pero ahora que es anciano y está ciego, José ha asumido la tarea de mostrar a visitantes la plétora de estalagmitas y estalactitas de la cueva.
Por dos pesos convertibles cubanos (equivalente a US$2), nos lleva por una caminata de 250 metros que atraviesa formaciones rocosas de formas y tamaños extraños, y al final nos lleva a una fuente natural de agua. El suelo se vuelve más resbaloso a medida que descendemos. “En la temporada de lluvia todo esto tiene agua”, nos cuenta. “A los murciélagos no les gusta porque es demasiado húmedo”.
Justo cuando empiezo a pensar que a los humanos probablemente tampoco les gusta por el calor intolerable, damos la vuelta y nos dirigimos en busca de alivio en la forma de sombra y refrescos en la casa de Palillo, un agricultor muy conocido en la zona. Sentados bajo la relajante sombra de su porche, nos enrolla un cigarro para compartir y mezcla un delicioso y refrescante brebaje de agua de coco, piña, caña de azúcar y una pizca de ron.
Está tan caliente que los caballos descansan en el suelo. “Hacen como si se están bronceando en la playa”, bromea. Mientras mi novia se toma una siesta, yo tomo unas caladas del puro de Palillo mientras charlamos sobre los matices culturales de Cuba. He escuchado que fumar un habano puede ser una experiencia relajante, y casi sublime, y en mi mente pasan imágenes de Churchill mientras imagino el comienzo de una pasión de por vida. Pero en el calor del verano cubano, no disfruto la experiencia del todo. Dudo que me dé este gusto de nuevo en un futuro cercano.
Palillo enrolla otro cigarro y ofrece algunos para que los visitantes los compren. (El gobierno regula la cantidad de cultivos que agricultores como Palillo puede vender directamente a los consumidores, aunque las reglas han sido relajadas últimamente.) Mientras nos preparamos para partir, Palillo me da un guiño y me llama a un rincón silencioso de la choza. Tiene tabaco fino, dice. Me dará un buen precio, con un gran descuento. Tras haber consumido su refrescante bebida y las historias de las legendarias peleas de gallos (Pinar del Río es la capital de las peleas de gallos de Cuba, según el agricultor), siento la presión de comprar algo.
Aunque no soy ningún experto, los puros parecen ser de menor calidad que los que he visto en venta en tiendas de La Habana. Sin embargo, ¿qué tan seguido tendré la oportunidad de comprar habanos directamente del productor? Selecciono cinco para repartir a mis amigos en Londres. Palillo está decepcionado de que no compro más, y no lo oculta. A medida que su hospitalidad cordial comienza a desvanecerse, me dirijo hacia la puerta lo más rápido posible, cambiando la mirada severa del agricultor por brillo del sol.
Emprendemos una larga caminata por el valle, mientras el sol perfora nuestra espalda. Los caballos siguen sin movimiento, como una obra de naturaleza muerta. De vuelta en nuestra casa particular en Viñales, los imito, aún aturdido por el sol y el humo.
Fuente: the Wall Stret Journal Por Javier Espinoza